Es sábado por la mañana. Me he levantado temprano, aunque
tengo una única tarea programada para el fin de semana. Tengo que escribir una
historia. Va a ser sencillo y rápido ya que llevo algunos días barajando varias
ideas. Elegiré una de ellas y la desarrollaré.
En
cuanto termine de desayunar me pongo con ello.
¡Ya estoy listo! Papel y bolígrafo encima de mi mesa de
trabajo y la mente despejada. Silencio a mi alrededor, tan sólo perturbado por
el canto de los pájaros posados en los árboles que hay delante del edificio
donde vivo y que nos anuncian que la primavera ya está aquí. A lo lejos, el
ladrido esporádico de un perro y el rumor del motor de algún coche cuyo propietario
también ha madrugado hoy. Sonidos habituales que no perturban mi concentración.
Mi mesa está situada delante de una ventana desde la que
diviso una buena parte del barrio. A estas horas está todavía tranquilo. Pronto
se desperezará y comenzará su continuo ir y venir de personas. A la compra, a
comer fuera, a pasear, al cine, tal vez a visitar algún museo o exposición.
Después de cinco días de trabajo, todos deseamos que llegue el fin de semana
para realizar alguna actividad que nos distraiga y nos aleje de la rutina y las
prisas con las que vivimos de lunes a viernes.
¡Buf! ¡Me estoy perdiendo! Tengo que volver a mi tarea.
Normalmente no me cuesta nada escribir y las ideas van fluyendo solas. Hoy es
distinto, parezco estar distraído y reconozco que en los dos últimos minutos he
mirado varias veces por la ventana, aunque sin ser del todo consciente.
Una nueva mirada inconsciente me desvela a lo lejos una
figura menuda, de apariencia frágil y algo encorvada, que atrae mi atención. No
me es desconocida, todo lo contrario, la conozco muy bien. Se trata de una
anciana de cabello plateado por los años y a la que el inexorable arado del
tiempo ha llenado de surcos el rostro. Algunos de estos surcos son directamente
achacables a la edad y otros, probablemente, estén más relacionados con el
sufrimiento, la soledad y la tristeza. Viste con sencillez, aunque un poco
desaliñada, diría yo. Se mueve con soltura y una agilidad impropia de su edad,
aunque desconozco exactamente cuál es. Cuando la miras, llama poderosamente la
atención la serenidad y la calma que transmite y sobre todo, su permanente
sonrisa. Permanece de pie, parada en la acera y sonríe a todo el mundo que pasa
a su lado. No pide limosna, no necesita más de lo que tiene. Está acostumbrada
a apañarse con poco, lo ha hecho durante toda su vida y como nadie añora lo que
nunca tuvo, en el terreno material cree estar servida. En el afectivo la cosa
es distinta. Yo, personalmente pienso que en ambos terrenos tiene importantes
carencias.
¡Otra vez estoy divagando! Definitivamente, hoy no tengo
la inspiración ni la creatividad que siempre me acompañan. ¡Tengo que
centrarme! Aún no he elegido ni el tema de la historia que quiero escribir y el
tiempo va pasando. Empiezo a pensar que es un error que la mesa esté pegada a
la ventana. Tendré que considerar cambiarla de sitio.
Todos los días, en el camino de vuelta a casa desde el
colegio, me la encontraba como siempre, parada en la acera y sonriendo a todo
el mundo. Yo, como los demás, pasaba a su lado sin verla, sin reparar en ella.
Una tarde, por fin me fijé y supuse que la señora necesitaba ayuda para cruzar
la calle. Me paré, la saludé, le ayudé a cruzar y me ofrecí a acompañarla a
donde quiera que se dirigiera. No hizo falta, no iba a ningún lado.
Efectivamente, al volver la vista, vi que seguía de nuevo parada, ahora
enfrente de donde me la había encontrado.
Repetimos esta rutina durante los días siguientes.
Cruzaba la calle para no ir a ningún sitio, para quedarse parada al otro lado.
Confieso que llegué a pensar que no estaba del todo en sus cabales. Al final
comprendí que lo único que quería y necesitaba era un poco de calor humano y lo
había venido a encontrar en mí. La tristeza me invadió, no es fácil de asimilar
que alguien tenga la necesidad de mendigar un poco de afecto.
Mientras tanto, las conversaciones se habían hecho más
largas y poco a poco me había ido contando retazos de su vida. Una vida que le
había dado muchos golpes. Sin duda, el mayor de todos había sido la pérdida de
su único hijo. Acostumbrada a levantarse más fuerte cada vez que caía, esta vez
la tragedia la superó y nunca pudo recuperarse de ella.
Desde entonces, malvive con una mísera pensión que apenas
le da para comer y sale todos los días a la calle para intentar aliviar su
soledad. Cordial, afable y con su eterna sonrisa. Su único delito es vivir en
una sociedad que, como a tantas otras personas, la ha olvidado, desheredado y
convertido en una paria. Una sociedad cruel e injusta que mira para otro lado,
que no tiene un hueco para los necesitados, en especial para niños y mayores.
La gente da un rodeo para evitar pasar a su lado. Lo
entiendo. Todos tenemos suficientes problemas como para cargarnos con los de
los demás y nos aislamos en una especie de invernadero de sentimientos que nos
filtra toda emoción que provenga de alguien desconocido. La empatía puede ser
dolorosa y la evitamos a toda costa. Comemos y cenamos oyendo desgracias y nos
hemos vuelto insensibles. Queremos creer que las miserias de los demás nos son
lejanas y ajenas, pero no es cierto. Todos somos responsables de ellas y
tenemos que poner los medios para que desaparezcan, cada uno en la medida de
sus posibilidades.
Como no es mi intención moralizar ni alterar el ánimo de
nadie, creo que es el momento oportuno de dejarlo. Tengo que ayudar a una
ancianita a cruzar la calle y de paso, charlar un rato con ella. Mañana, tal
vez me encuentre más inspirado y pueda escribir mi historia.
Antes de despedirme, amigo lector y amiga lectora, me
gustaría invitarte a que tú también mirases desde tu conciencia, perdón, quería
decir desde tu ventana, por si descubres a alguna anciana necesitada. Si
encuentras a alguien y no estás muy seguro o segura de que lo sea, recuerda que
es fácil de reconocer:
Una sonrisa en el rostro,
tristeza en el
corazón.
Jorge Perez
Este es el cuento ganador del concurso de “Relatos de cuentos” que se celebra todos los años en
la semana
del libro, este año el ganador ha sido un alumno de 4ºB de ESO con el
libro “Desde mi ventana”